La célebre Costa da Morte, de apenas 200 kilómetros de extensión, suma más naufragios que el resto de todo el conjunto litoral español. Un macabro récord que ha sembrado de pecios y víctimas las peligrosas aguas y riberas de este rincón ubicado en el occidente peninsular, convertido en leyenda con el paso de los siglos. Esta es la historia de unos “mártires” que sucumbieron ante el poder desatado de la naturaleza.
«En otros tiempos se creía, y aún hoy se cree, que aquellos lugares están malditos por Dios, y en verdad, que jamás la conseja popular tuvo más razones de vida que en esta ocasión en que todo parece indicar al alma atribulada, que una maldición pesa sobre aquellas playas tan desiertas, pero también tan poéticas y hermosas en medio de su desnudez». Rosalía de Castro describió así, en su novela La hija del mar (1859), y a raíz de una estancia en Muxía en el año 1856, la honda impresión que causó en su ánimo la contemplación de los paisajes costeros y la bravura del mar de la hoy conocida como Costa da Morte.
En aquellas mismas fechas en las que la célebre escritora gallega dejaba por escrito sus impresiones sobre esta zona costera, el mundo asistía a una notable expansión del tráfico marítimo en el que las costas gallegas eran un punto de importancia estratégica, por ser paso obligado para los navíos que recorrían las grandes rutas transoceánicas, y también para los barcos que, desde poco tiempo atrás, habían comenzado a cubrir las líneas de vapor que unían Inglaterra, España y Portugal.
Este notable incremento del tráfico marítimo, unido a los abundantes accidentes geográficos del litoral gallego de esta región –con numerosas islas, escollos y agudos salientes de tierra– y el siempre traicionero clima, con sus espesas nieblas, vientos del oeste y tempestades, se confabularon para provocar una verdadera epidemia de naufragios que hizo historia. Una triste y trágica historia que se escribió con los nombres de decenas de navíos –el Serpent, el Captain, el Great Liverpool y muchos otros–, y los de los miles de personas que perdieron la vida en aquellas aguas, entre el cabo de Fisterra y las islas Sisargas.
LOS PELIGROS DEL FINIS TERRAE
No hay registros históricos al respecto, pero los historiadores no dudan de que los primeros naufragios localizados en la Costa da Morte deben remontarse a la Antigüedad. Ya en tiempos de cartagineses y romanos, las costas atlánticas de Galicia eran lugar de paso obligado para los audaces marinos que, como el cartaginés Himilcón –quien por cierto se lamentó amargamente de aquellas «aguas oscuras, llenas de monstruos y bestias marinas»–, se atrevieron a surcar aquel océano del Finis Terrae peninsular, escenario en el que griegos y romanos ubicaron las regiones míticas de la muerte y el más allá. De hecho, los arqueólogos han localizado en las costas gallegas al menos los restos de tres pecios romanos en lugares como Cortegada, Vigo o Cangas, por lo que sin duda podría haber otros similares en enclaves más al norte de Fisterra.
Otro tanto sucede durante la Edad Media pues, aunque carecemos de testimonios directos de embarcaciones naufragadas en la zona, otras fuentes secundarias indican que estos accidentes debían ser habituales. Así lo evidencia, por ejemplo, el hecho de que en 1168 el rey Fernando II recuperara la figura legal de la Ius Naufragii o “derecho de quiebra”, es decir, la potestad de distintas poblaciones –en este caso desde Padrón hasta A Coruña, coincidiendo con la zona más peligrosa del litoral gallego– de beneficiarse con los restos y las mercancías de los navíos naufragados en la región, siempre y cuando no fueran barcos que trajesen peregrinos a Santiago de Compostela.
El notable incremento del tráfico marítimo, unido a los abundantes accidentes geográficos del litoral gallego y el siempre traicionero clima, con sus espesas nieblas, vientos del oeste y tempestades, se confabularon para provocar una verdadera epidemia de naufragios.
En cualquier caso, el primer testimonio fidedigno de un desastre marítimo en la peligrosa zona costera tuvo lugar en octubre de 1596, cerca del cabo de Finisterre, cuando unos veinte bajeles de la Armada española que se dirigían a Irlanda –al mando de Martín de Padilla– naufragaron a causa de un temible temporal. El desastre se convirtió en hito no sólo por ser el primer suceso de este tipo documentado, sino especialmente por el enorme número de víctimas humanas, superior a los 1.700 muertos. Teniendo en cuenta de que la flota estaba compuesta por unas 175 embarcaciones de gran tamaño, el desastre pudo haber sido aún más desolador.
Tras la terrible catástrofe de la Armada, con un número de víctimas que por suerte nunca se ha vuelto a igualar, hay que aguardar hasta el siglo XIX para tener constancia fidedigna de nuevos naufragios con víctimas en esta porción del litoral gallego. Por desgracia, el notable incremento del tráfico marítimo en la zona que experimentó esa centuria, pronto sembraría de siniestros –y de cadáveres– las aguas gallegas, hasta el punto de ir creando en pocos años la imagen de una región plagada de peligros.
Fue el vapor británico Solway el que, en la medianoche del 7 de abril de 1843, tuvo el dudoso honor de inaugurar la que sería una larga lista de naufragios con víctimas en la zona. El Solway, un navío de la compañía Royal West India Mail construido apenas dos años antes –este era su cuarto viaje–, impactó con un escollo mientras navegaba frente al arenal de Baldaio, a unas 20 millas al oeste de A Coruña. Según los relatos reflejados en la prensa, la noche era apacible y el mar estaba en calma –apenas había algo de niebla en la costa y una ligera brisa–, pero el capitán Duncan había dado la orden de poner los motores a toda máquina antes de alejarse lo suficiente de la costa, lo que provocó el accidente. Una decisión equivocada que le costó la vida a él y a otras 34 personas. Por fortuna, el resto de la tripulación y del pasaje (un total de 98 personas) pudieron ser rescatados. El Solway y su carga se perdieron para siempre en las profundidades, pasando a engrosar las listas del apartado más negro de la historia de la navegación. Como nota curiosa, el vapor inglés fue inmortalizado unos años después por Julio Verne, quien se refirió al naufragio en su célebre novela 20.000 leguas de viaje submarino.
GREAT LIVERPOOL, EL PEQUEÑO “TITANIC”
La siguiente víctima de las bravas aguas de la región gallega fue de nuevo una embarcación británica. En este caso, el Great Liverpool, así se llamaba el navío, era un buque de lujo –podría decirse que era uno de los primeros transatlánticos– de la compañía Peninsular & Oriental Steam Navigation, que cubría la ruta entre Alejandría y el puerto de Southampton con 150 personas a bordo.
A diferencia de lo que ocurrió con el Solway, el Great Liverpool sí tuvo que enfrentarse a un temporal de mil demonios. Eran las cuatro de la madrugada del 24 de febrero de 1846 cuando el buque, sacudido por fuertes vientos y el rudo oleaje, se encalló en un arrecife de la ría de Corcubión, a unas once millas del cabo Finisterre. El brutal impacto provocó una vía de agua en el casco, y los motores se apagaron, por lo que el barco quedó a merced del temporal. Por suerte, hubo tiempo de usar los botes de salvamento y, poco a poco, la tripulación puso a salvo a la mayor parte del pasaje. Pese a la gravedad del siniestro, las víctimas mortales se redujeron a dos mujeres y una niña de siete años.
El Solway y su carga se perdieron para siempre en las profundidades (…) el vapor inglés fue inmortalizado años después por Julio Verne en su célebre novela 20.000 leguas de viaje submarino.
Tras alcanzar la costa, parte de la tripulación llegó a la aldea de Ameixenda, y uno de los marinos hizo sonar la campana de la iglesia, lo que alertó a los vecinos, que acudieron en su auxilio. Los supervivientes fueron cobijados en las humildes casas de los lugareños hasta que llegó el momento de su repatriación. La prensa británica se hizo eco del testimonio de varios supervivientes, que agradecían «la extrema amabilidad y hospitalidad de los españoles hacia nosotros; hicieron todo lo que estuvo en su mano para aliviar nuestras necesidades, incluso facilitándonos ropas gratis». Por desgracia, no todos se comportaron de una manera tan honrosa.
Además de pasajeros, el Great Liverpool transportaba también una importante carga de café, sedas, pieles, marfiles y otros productos de lujo, todo un tesoro que tras el impacto acabó flotando y arribando a la playa de Gures. Cuando el capitán McLeod arribó a la costa –fue el último en abandonar el barco, siete horas después del accidente– contempló consternado un triste espectáculo: «…Al llegar a la orilla encontré varios objetos de diferente tipo flotando allí, y un número de personas de la costa habían acudido y estaban saqueando todo lo que podían, aunque se hizo todo lo posible por evitarlo. De hecho, hemos sido saqueados vergonzosamente en todas las formas posibles».
En efecto, la acción de los raqueiros (gentes de la zona que acudían tras los naufragios para intentar hacerse con los restos del cargamento) arrasó con buena parte de la carga, y llegó hasta el punto de que incluso los carabineros enviados por las autoridades aprovecharon las circunstancias para hacerse con parte de las riquezas del navío británico. Este lamentable episodio protagonizado por los raqueiros, por otro lado comprensible dadas las duras condiciones económicas de la región en aquellas fechas, sirvió para alimentar y difundir la leyenda negra que, sobre la Costa da Morte, se iría forjando en los años siguientes.
El naufragio del Great Liverpool tuvo también otra consecuencia que alimentó su fama. Días después del suceso se produjo el enigmático hallazgo del cadáver del capitán McLeod, quien al parecer se quitó la vida con una navaja de afeitar. Su cuerpo fue enterrado en un viejo edificio de la playa de Fornelo pues, según dicen, el sacerdote del lugar se negó a enterrarlo en suelo sagrado debido a su condición de protestante y masón. Nadie sabe a ciencia cierta por qué se quitó la vida. Es probable que se sintiera responsable de las tres víctimas, pese a que la investigación concluyó que no había sido culpa suya. La versión más romántica asegura que se había enamorado de una de las fallecidas, la señora Archer, y no pudo soportar su pérdida.
EL “MISTERIO” DEL ADELAIDE
Si el naufragio del lujoso Great Liverpool estuvo envuelto por algunos misterios, otro tanto sucedió con la mucho más modesta goleta Adelaide, que tuvo la desgracia de naufragar el 19 de diciembre de 1850 en la ensenada de Laxe. La embarcación, una bricbarba de tres palos que había partido del puerto de Bristol con una carga de carbón y otros suministros para las Antillas, transportaba a bordo a trece tripulantes y tres pasajeros, entre ellos la esposa y el hijo del capitán del navío, William Dovell.
Al parecer, el Adelaide había tenido ya un grave contratiempo mientras navegaba cerca de Estaca de Bares, pues el fuerte temporal que azotaba la costa gallega había averiado seriamente el timón de la nave, y mientras se intentaba su reparación, dos marinos habían sido engullidos por las olas que golpeaban la borda una y otra vez. Apenas sin dominio del barco, el capitán intentó refugiarse en algún abrigo de la costa para ponerse a salvo, y fue así como consiguió llegar a la costa de Laxe, internándose en su ensenada. Una vez allí intentó encontrar un lugar seguro siguiendo las indicaciones de los marinos y vecinos de la localidad gallega, pero el temporal era tan fuerte que el Adelaide estaba a merced de las olas. Dovell, en un intento desesperado por salvar a sus hombres y a su familia ordenó arriar el bote de salvamento, con su mujer, su hijo y varios marineros en su interior. Por desgracia, y para horror del capitán, en cuanto el bote tocó el agua las olas lo engulleron sin piedad. No quedaba lugar para la esperanza, pero aún así Dovell y el resto de la tripulación se arrojaron al agua en un intento desesperado por salvar la vida. Tan sólo el capitán consiguió llegar con vida a la playa. El resto de quienes viajaban a bordo del Adelaide perecieron sin remedio en las aguas de la ensenada.
Al día siguiente los cadáveres de la mujer y el hijo de Dovell aparecieron en la playa, y el capitán enterró a sus seres queridos en un pequeño huerto próximo a la iglesia de Santa María de la Atalaya, muy cerca de donde habían sido encontrados. Con el tiempo, Dovell mandó colocar una lápida que todavía puede verse hoy, aunque el texto –en inglés– resulta prácticamente ilegible. Precisamente, el desgaste de la inscripción, junto con el paso del tiempo, hicieron que en torno al naufragio del Adelaide se fuera tejiendo una curiosa leyenda que parece sacada de una novela de intriga y aventuras. Según esta versión, el Adelaide transportaba algo más que carbón: un botín de oro custodiado por un agente secreto, que debía ser entregado en las Antillas. Aquel tesoro era codiciado por algunos nobles británicos traidores, así que tras ponerse en contacto con sus socios gallegos, se encargó a un grupo de raqueiros que hicieran naufragar la embarcación empleando luces que dieran falsas referencias al capitán del barco. Con el barco ya accidentado, los raqueiros habrían matado al agente secreto y se habrían hecho con el oro, y el capitán Dovell habría enterrado a su mujer y a su hijo junto al agente asesinado.
La historia, como es lógico, no es más que una leyenda alimentada por el aura de misterio que rodea a algunos naufragios, pero ha sido repetida durante años hasta adquirir casi el estatus de hecho real. A cientos de kilómetros de allí, en Devon (Reino Unido) se conserva una lápida gemela a la de Laxe, en este caso mejor conservada, y en la que se puede atestiguar el amor de William Dovell por su esposa y su hijo. En ella puede observarse un relieve del Adelaide zozobrando en las aguas de Laxe, y una descripción de lo ocurrido. No hay mención alguna a tesoro ni a agentes secretos, pero sí la prueba del gran amor de un marino que perdió a sus seres más queridos.
LAS GRANDES TRAGEDIAS
Desde la desgarradora tragedia protagonizada por los bajeles de la Armada a finales del siglo XVI –que se cobró más de 1.700 almas–, los numerosos naufragios acontecidos en la Costa da Morte habían seguido sumando nombres a su macabra lista de víctimas, aunque siempre con cifras más o menos pequeñas. Una circunstancia que cambió radicalmente en la segunda mitad del siglo XIX, cuando los desastres de tres navíos –dos ingleses y uno alemán–, convertirían las aguas del litoral gallego en un gigantesco cementerio.
La primera de estas grandes tragedias tuvo como protagonista al acorazado británico Captain, que fue engullido por las aguas en la noche del 7 de septiembre de 1870. El Captain era una embarcación nueva, y de hecho aquel fatídico viaje era su tercera travesía de prueba, después de otras dos anteriores realizadas en mayo y julio de ese mismo año. Sin embargo, las peculiares características de su diseño –con dos torretas giratorias con cañones muy próximos a la línea de flotación–, parece que fueron las causas de su desastre. En el que sería su último viaje, el Captain regresaba a Inglaterra después de participar en unas maniobras en Gibraltar, cuando en la noche del 7 de septiembre se vio sorprendido por un fuerte temporal. La embarcación había soportado la tormenta sin problemas, pero cuando se encontraba a unas 70 millas al sudoeste de Finisterre una ola gigantesca hizo volcar al acorazado. La mayor parte de la tripulación estaba durmiendo en ese momento, así que el desastre fue total. De los 500 hombres que viajaban a bordo del Captain, sólo 17 consiguieron salvar su vida subiéndose a un bote de salvamento. Aún así, tuvieron que vivir un infierno antes de ponerse a salvo, pues remaron durante más de doce horas en medio del temporal antes de conseguir llegar a las costas de Finisterre.
Igualmente dramático fue el final del HMS Serpent –embarcación también de la Armada británica–, cuyo naufragio se convertiría en uno de los más célebres de los acontecidos en la Costa da Morte. El Serpent tenía una antigüedad de sólo tres años, y se dirigía a las costas de Sudáfrica para relevar a otro buque de la Armada cuando, en plena noche del 10 de noviembre de 1870, se vio sorprendido por un fuerte temporal que levantaba olas de más de diez metros de altura. El capitán del Serpent hizo todo lo que estuvo en su mano para salvar al barco y a sus hombres, pero fue inútil. Cuando atravesaban las aguas próximas al cabo Vilán, entre Comelle y Camariñas, el navío embarrancó en unas rocas a solo 600 metros de la costa. Horas después el barco se hundió irremediablemente, y la gran mayoría de sus tripulantes, un total de 175 hombres, perdieron la vida en aquellas aguas. Sólo tres afortunados –Edwin Burton, Onesiphorus Luxon y Frederik Gould–, consiguieron salvar la vida. Buena parte de sus compañeros, que no tuvieron tanta suerte, fueron rescatados los días siguientes por vecinos de Xaviña y Camariñas. Desde entonces, sus cuerpos descansan en el llamado “Cementerio de los ingleses”, que todavía hoy recibe flores en recuerdo de las víctimas.
En las postrimerías de siglo, cuando las tragedias anteriores ya habían alimentado de sobra la fama de aguas peligrosas de esta parte del litoral gallego, un nuevo desastre de grandes proporciones vino a aumentar la siniestra popularidad de estas costas. En este caso fue un vapor alemán, el Salier, que el 8 de diciembre de 1896 viajaba cargado de emigrantes rusos, polacos y gallegos que soñaban con un futuro mejor al otro lado del Atlántico. El pasaje había partido de Bremen días atrás, y había realizado una escala en A Coruña –donde subieron un buen número de pasajeros gallegos– antes de poner rumbo a Vigo para hacer una nueva parada continuar después hacia Sudamérica. Sin embargo, el Salier nunca arribó a la ciudad olívica. A primeras horas de aquel fatídico 8 de diciembre, el vapor alemán embarrancó cerca de Porto do Son, y el fuerte viento y las corrientes hicieron el resto: un total de 281 personas perdieron la vida en el accidente.
NACIMIENTO DE UNA LEYENDA
Los continuos naufragios que se produjeron en las últimas décadas del siglo XIX, y su repercusión en la prensa internacional habían generado ya en los últimos años de la centuria una percepción exagerada sobre la gran peligrosidad de las costas gallegas. Desastres como los del Serpent, y textos como los del escritor inglés Richard Ford, que describía esta porción del litoral gallego como una «costa escabrosa y de mar tempestuoso (…) funesta para las frágiles embarcaciones y terror de los marinos».
Sin embargo, no fue hasta unos años después, arrancado ya el nuevo siglo, cuando terminó por acuñarse el término “Costa da Morte” para referirse a esta parte del litoral gallego que parecía ser un imán para los naufragios. Al parecer, fue el diario coruñés El Noroeste el que, en enero de 1904, empleó por primera vez el término, en el contexto de varios naufragios que habían tenido lugar en la zona. Poco después, la escritora gallega Emilia Pardo Bazán volvía a utilizar la denominación en el semanario barcelonés La Ilustración Artística, y la sucesión de nuevos naufragios en la zona terminó por cimentar para siempre la sonora y expresiva denominación.
Desde entonces, y hasta la fecha, los naufragios han seguido sucediéndose en estos poco más de 100 kilómetros de costa. El vapor inglés Kenmore, hundido en enero de 1904 frente a la playa de Traba fue uno de los primeros en “inaugurar” la siniestra lista de naufragios del siglo XX. Le seguirían muchos otros, como el acorazado español Cardenal Cisneros (1905), el mercante Nil (1927), el Olympe (1955) –cargado de cemento ruso–, o el Bonifaz (1964), este último el que mayor número de víctimas registró en la pasada centuria, con más de treinta fallecidos. Estrenado nuevo siglo, el petrolero griego Prestige tiñó de negro las costas gallegas e inauguró el contador de los naufragios de la nueva centuria, dirigiendo de nuevo todas las miradas a esta hermosa comarca gallega.
NAUFRAGIOS EN LA COSTA DA MORTE
- 28 de noviembre de 1596. Cerca de Corcubión. Naufragio de 20 bajeles de la flota española, hundidos por un gran temporal, causando la muerte de unas 1.723 personas.
- 7 de abril de 1843. Arenal de Baldaio, 20 millas oeste de A Coruña. Vapor Solway. 35 muertos, 98 supervivientes.
- 24 de febrero de 1846. Naufragio del Great Liverpool. Cee. Tres fallecidas (dos mujeres adultas y una niña). Resto de pasaje (142 personas) a salvo. El capitán se suicidó pocos días después.
- Diciembre de 1850. Naufragio del Adelaide. Bahía de Laxe. Buque inglés. Sólo sobrevivió el capitán William Dovell, el resto de la tripulación y pasaje (16 personas) fallecieron en el trágico accidente.
- Septiembre de 1870, acorazado inglés Captain. 60 millas al oeste de Finisterre. 483 muertos. Supervivientes 18 tripulantes.
- 9 de julio de 1875. Vapor británico John Tennant. Bajos de la punta de Cabanas, cerca del extremo del cabo de Finisterre. Sin víctimas.
- 19 de junio de 1882. Vapor Sunrise. Bajos de Duio, 4 millas al sur de Finisterre. Salvados por José Domínguez Pazos. Sin víctimas.
- 5 de noviembre de 1883, Vapor Iris Hull, en ruta de Cardiff a la India. Bajo de Antón, cerca de la Punta do Boi.
- Noviembre de 1884, vapor británico Brixham. Se estrelló con unos bajos a la entrada de la ría de Corcubión.
- 23 de septiembre de 1887, buque Matthew Cay. Embarrancó en los bajos de La Carraca, cerca de Fisterra. Murieron 9 de los 19 tripulantes.
- 10 de noviembre de 1890. Naufragio del HMS Serpent. Cerca del cabo Vilán. Muerte de 172 tripulantes, tres supervivientes.
- 12 de noviembre de 1890. Naufragio del carguero Derwenwater, hundido en el islote Lobeira Chica de Corcubión.
- Pasaje alemán Salier. Frente a Porto do Son. 281 fallecidos (emigrantes rusos, polacos y gallegos).
- 3 de febrero de 1897. Ensenada de Arou, Naufragó el City of Agra con 71 tripulantes y dos pasajeros. Se salvaron 40, muchos gracias a los vecinos de Camelle y de Arou.
- 11-12 de enero de 1904. Vapor británico Kenmore. Naufragó frente a la playa de Traba, entre Camelle y Laxe. 6 muertos, 22 supervivientes.
- 28 octubre 1905, buque español Cardenal Cisneros, bajos Meixidos, entrada de la vía de Muros. Sin víctimas (522 tripulantes).
- 1927, Vapor francés Nil. Aldea de Narou, Camariñas. Sin víctimas.
- 11 de junio de 1932. Crucero militar Blas de Lezo. Chocó contra bajos no cartografiados cerca del cabo Finisterre. Sin víctimas.
- 24 de agosto de 1934, petrolero Sheboldaeff. Embarrancó frente a la costa de Camelle. Sin víctimas.
- 18 de agosto de 1943, buque alemán Nórd Atlantic. Embarrancó en la ría de Camariñas mientras intentaba escapar de la aviación aliada, en plena Segunda Guerra Mundial.
- 15 de abril de 1955, barco ruso Olympe. Naufragó en Punta Boi con un cargamento de 4.800 toneladas de cemento.
- Julio de 1964, petrolero Bonifaz. Tras chocar con otro buque, el Fabiola, este petrolero ardió en llamas causando la muerte a 25 personas (20 tripulantes se dieron por desaparecidos). Fue el siniestro más grave en vidas humanas de todo el siglo XX en la Costa da Morte.
- Noviembre de 1965, carguero marroquí Banora. Sin víctimas. Los vecinos de Camariñas rescataron a todos sus tripulantes.
- 5 de diciembre de 1987, Casón. El naufragio de este barco provocó la muerte de 23 de sus tripulantes.
- 13 de noviembre de 2002, petrolero griego Prestige. El ya célebre petrolero se hundió tras sufrir un accidente a causa de una tormenta frente a la Costa da Morte. El coste medioambiental y económico se cuenta entre los más importantes de la historia.
RUTAS TURÍSTICAS
Pese a las connotaciones negativas que podrían atribuirse a un topónimo tan singular como el de la Costa da Morte, nacido hace poco más de cien años, los habitantes de esta comarca compuesta por una veintena larga de localidades han asimilado con orgullo la peculiar denominación de esta tierra de bellos paisajes. De hecho, no faltan incluso iniciativas turísticas destinadas a aprovechar el patrimonio histórico y arqueológico vinculado con los naufragios. Hace unos años, la comarca desarrolló dos rutas turísticas (Ruta de los Galeones y Ruta de los buques de guerra) que, con señalizaciones sobre el terreno y la ayuda de las tecnologías más avanzadas, permiten a los visitantes recorrer aquellos puntos del litoral de la Costa da Morte y la Ría de Muros y Noia en los que se produjeron todo tipo de siniestros marítimos. Bajo la denominación Galician Seas Shipwreck, el proyecto pretende servir de guía a los turistas, al tiempo que constituye un sentido homenaje a todos aquellos que perdieron sus vidas en estas aguas, así como a los habitantes de la región, siempre dispuestos a arriesgar sus vidas para ayudar a quienes sufren este tipo de trances. La iniciativa no sólo recorre aquellos lugares en los que permanecen hundidos restos de embarcaciones naufragadas, sino que también ofrece la posibilidad de realizar inmersiones recreativas guiadas por dos centros de buceo que se han sumado al proyecto.
Fuente: https://bit.ly/32f9Y86