Leemos cómo en la marina mercante antigua era común, generalmente por avituallamiento, la presencia de animales a bordo, bien fueran gallinas, o cabras, y hasta gatos que mantuvieran a raya a las ratas que pudieran embarcar cual polizonas indeseadas trepando estachas o camufladas con la misma mercancía. (El tópico chiste a bordo de que una vez nos hizo una paella el mayordomo y desde entonces no se volvió a ver el gato, lo hemos escuchado más de una vez).
En mi vida de mar, rara vez he topado con un animal a bordo. Alguna mascota. En cierto buque fue la de un loro africano de cierto oficial, al que teníamos ganas de estrangular -al loro- por sus estridencias y su nula voluntad de hablar castellano de León. Y en uno de los buques de la Trasmediterránea me encontré con una mascota digna de elogio. Le llamaban Teide. Era un mil leches, pero su mayor parecido lo tenía con el setter irlandés. Hasta su pelo era una mezcla de colores, pardos, grises, marrones y blancos. Tenía las orejas caídas que levantaba cuando ponía una atención inteligente con algo o alguien. Así, le recuerdo cuando el marinero desde el portalón de la escala de acceso del muelle al buque le gritaba ¡Teide, una perrita! y ese fenómeno de las orejas se producía al instante, a la par que una veloz carrera para asomar la cabeza fuera del barco atisbando, ansioso, entre el tráfico y las operaciones de carga, lo que le anunciaba el marinero de guardia, intentando descubrir a la supuesta perrita.
Recuerdo mi primera guardia en el VILLA DE MADRID de noche, en el puente. Estaba seguro de que había cerrado la puerta, pero se había abierto. La cerré de nuevo. A la tercera vez que se abrió ya me alarmé o me intrigó: examiné con la linterna la cerradura y la probé varias veces cerrando y abriendo y constatando su normalidad. Francamente quedé, como se dice, mosqueado. No fue hasta que vino a relevarme el primer oficial, al alba, recién amanecido, cuando le conocí. Al comentarle lo de la puerta se echó a reir:
–Ese habrá sidoTeide
–¿Quién?
–El perro de a bordo. Entra y sale. Sabe abrir pero no sabe cerrar. A ver si está en su sitio.
Y mirando bajo el hueco de la caja de banderas le descubrimos, hecho un ovillo. Al verse objeto de charla salió de su guarida, se desperezó cuan largo era, bostezó, y entonces le vi efectuar la operación que tanta intriga había despertado en mí. Se irguió, y con una pata empujó hacia abajo la manilla, se abrió la puerta y desapareció. Ni en sueños lo hubiera imaginado. Era el primer perro que encontraba a bordo de un buque. Lo comentamos. Mi compañero añadió, al tiempo que describía sus muchas habilidades:
–Ahora le verás aparecer en la cubierta de proa, para hacer sus necesidades. Siempre hace lo mismo.
Desde el puente se dominaba la cubierta hasta el castillo de proa, con las dos escotillas y una veintena de coches estibados y bien sujetos a ambos lados. Y, en efecto, Teide apareció para, racionando su vejiga, orinar en cada una de las ruedas de todos los coches.
Aprecio le tenía todo el mundo. Era un tripulante más, de los más veteranos, sin quehaceres establecidos, claro, pero figuraba en la lista de tripulantes, tenía asignado su bote salvavidas y disponía de un chaleco hecho a la medida que le poníamos durante los ejercicios de abandono que cumplía obedientemente. En aquellos tiempos había linotipista a bordo que imprimía un folleto conteniendo los nombres de todos los tripulantes y pasajeros que hacían el viaje, de Barcelona hasta Canarias. Y claro, a la vista del mismo los pasajeros se extrañaban de ver entre los tripulantes de cubierta a un tal Teide. Pronto le conocerían.
Tenía un buen instinto, olfato más bien, para los horarios, y conocía los hábitos de a bordo. Al mediodía comía con los marineros. A las siete de la tarde estaba en nuestro comedor. Asomaba de debajo de la mesa por entre mis piernas su cabeza con aquellos ojos, ya no lánguidos, tampoco pícaros, casi diría escrutadores de nuestra predisposición a agasajarle. Una mirada de inteligencia.
- ¿Qué mira este perro? -pregunté la primera vez
- No se moverá hasta que no les des algo de comida.
Dicho y hecho. Luego escabullía su cabeza y emergía por entre las piernas de otro oficial. Así, con todos, y en todas las cenas. Hasta que, a los postres, se levantaba, abría la puerta y se iba: era la hora en que comenzaban a servir la comida en el comedor de segunda clase. Luego pretendería pasar al de primera clase, pero eso ya dependía del mayordomo y del aspecto más o menos pro perro que éste apreciase entre el selecto pasaje.
Vi cuán disciplinado era cuando se le castigaba, bien por el capitán o por el primer oficial: !Teide, castigado! Y apoyándose sobre el rabo y su patas traseras, levantaba las manos y las orejas gachas; así quedaba hasta nueva orden. En cierta ocasión, cronómetro en mano, estuvo treinta minutos cual cariátide perruna, hasta que el capitán, de espaldas a él, como si hablase con otra persona, dijo:
–Bueno, ya puedes bajar las manos.
Y al instante cobraba vida, se ponía a cuatro patas, el rabo dando latigazos de alegría y su cabeza esperando una caricia.
Tampoco había que decirle “coje ese papel”. Cuando estaba en la oficina sabía perfectamente recoger toda pelota de papel que cayese o tirásemos al suelo y la depositaba en la papelera.
Yo no sé qué otras habilidades tenía, ni quién le había enseñado, ni qué hacía en los ratos que pasaba con la marinería, pero recuerdo bien que imprimía un carácter peculiar a aquel barco. Sonrío por la paradoja que se me ocurre: parecía un barco más humano.
¿Y qué barco en España ha sido antes que aquel objeto de todo un motín de la tripulación por causa de un perro? Cierto capitán, que estuvo un par de años en el VILLA DE MADRID, fue trasbordado al mando de otro buque, (con el que por cierto embarrancó en Alicante), atracado en el mismo muelle de Barcelona. Y así, sin más, se llevó a Teide consigo. Cuando trascendió la noticia, al unísono se plantó toda la tripulación: que no zarpaban sin Teide. Intervino el inspector. Pero el tozudo capitán no cedía y mantenía que a la vuelta de viaje lo discutirían.
–Pues entonces vamos nosotros a por él – se dijo
No sé qué película me recuerda esta escena. Toda la tripulación bajando y luego agrupada dirigiéndose al final del muelle, hacia el otro buque, tomando posición junto a los bolardos para impedir que nadie soltase amarras, y el grueso de gente al pie de la escala real coreando que devolviesen al perro. La noticia se extendió por la dársena y desde otros buques sus tripulantes asomados contemplaban el episodio. Ante la evidencia de la crispación y violencia tan a las puertas, el farruco capitán dio su brazo a torcer y Teide regresó acompañado de aquella tripulación cual si fuera un campeón olímpico o qué sé yo. Lo cierto es que comenzaron a sonar las sirenas, las bocinas y los pitos de los buques. Toda una celebración de fiesta inesperada.
Teide con más de dos trienios en la Compañía desapareció un año después. Me dijeron que al grito de ¡Teide: una perrita! el perro no se limitó a otear. Parece ser que aquella vez la perrita bien mereció desembarcar para siempre y perderse con ella por las callejuelas del barrio portuario de Las Palmas.
Fuente:https://www.naucher.com/cultura/la-mar-de-historias-le-llamaban-teide/